Hoy toca hablar de mi primer día en Túnez. Un guía local acreditado que deambulaba por el hotel nos cogió por banda a mi mujer y a mí. Este hombre guardaba un parecido notable con Deepak Chopra, un gurú de la nueva espiritualidad del siglo XXI. Nos dijo que a las cinco pasarían a recogernos para llevarnos gratuitamente a conocer el pueblo de Hammamed, y si queríamos podíamos aprovechar para comprar en la única tienda oficial del gobierno, en la cual los precios son fijos y no se admiten regateos. Máximas garantías.
Llegaron las cinco de la tarde, con una calor tan pegajosa como los niños vestidos de botones Sacarino que te ofrecen cada minuto flores de jazmín a un dinar. No sonaron los clarines, pero cuando vimos la furgoneta que nos iba a trasladar, casi hubiéramos preferido participar en un encierro. La tartana podía tener más de treinta años, y el óxido la estaba corroyendo de tal forma que llegué a pensar que la vuelta la tendríamos que hacer a lo Picapiedra. Acabamos montándonos en ella, sin santiguarnos pero encomendándonos a todos los santos y dioses. Cerraron la puerta y que sea lo que Alá quiera, pensé. Dos desconocidos nos condujeron finalmente hasta el destino anunciado, como también nos podían haber mandado a Libia, ahora que a los españoles les ha dado por casarse allí.
Mi mujer me confesó que en cualquiera de los controles policiales de carretera que pasamos hubiese pedido socorro. Pero como a mí me vio tranquilo, pues soy de natural inconsciente, se reprimió. Por fin, y tras dar ambos fe durante treinta minutos de que los amortiguadores de la furgoneta eran de cuando la marcha verde, nos metieron derechitos en la tienda oficial del gobierno. Mal comparada sería como la del Real Madrid en la esquina del Bernabéu, pero en zoco en la planta baja y exposición de alfombras en la primera. A mí, por si acaso, me salió la vena Moratinos, y en cuanto entré dije varias veces que a mí me gusta mucho Zidane. Nos hicieron subir en volandas a la planta de las alfombras, donde nos esperaba un tunecino que tras explicarnos cómo se tejían, nos organizó un número inolvidable.
Nos hizo sentar confortablemente, y con la ayuda de un chico empezó a desplegar alfombras de todo tipo. Mi mujer le seguía la corriente mientras yo ponía cara de haba, pues sabía de sobra que no íbamos a comprar ninguna. En pleno éxtasis oratorio, el charlatán que peroraba mientras el joven las extendía, creyéndonos presas fáciles, nos invitó a tomar el té. Nos preguntó que si lo queríamos con azúcar y, segundos después, hizo lo propio sobre el color que más nos gustaba. Yo, inocente de mí, dije que el blanco, porque sé que de todos los tés es uno de los mejores por su escasa teína y su gran capacidad antioxidante, fino que es uno. Pero él y mi mujer sonrieron, porque en realidad él se refería al color de las alfombras. Y por seguir con ingenuidades, también nos aseguró que éramos unos afortunados, porque la tienda sólo abría dos días al mes. Sí que tuvimos suerte, porque casualmente sólo abría el día que estuvimos allí y el anterior.
Tras enseñarnos más de cuarenta alfombras durante media hora, le dijimos que no íbamos a comprar. Primero se mosqueó, y al ver que no caíamos en sus redes, empezó a regatear con frenesí. Siguió bajando el precio hasta que bajamos las escaleras apresuradamente, mientras nos preguntaba que entonces a qué habíamos ido a Túnez, para acto seguido comenzar a blasfemar, que aunque en árabe se le entendía todo. Baste con decir que yo estuve a punto de llamar a la legión. Al final mi mujer y yo salimos por piernas. Sólo hubiésemos comprado un alfombra en ese sitio si hubiese volado, para escapar de allí cuanto antes.
Los días siguientes en el hotel, otros españoles nos contaron exactamente la misma historia, y ninguno de ellos compró, pese a que en la tienda nos enseñaron decenas de alfombras empaquetadas presuntamente para enviarlas a España. Ahora, ya de regreso y tras casi ocho horas de retraso en el vuelo de vuelta, tenemos este recuerdo exótico que compartir, al que denominamos Pequeña Miss Sunshine.
1 COMENTARIOS:
No me extraña que te sucediese eso. No tienes más que ver todos los inmigrantes de esas latitudes que llegan a España: vienen sin un duro y en precarias condiciones, y procuran sacarte todo lo que pueden aunque, eso sí, por estar en un país extranjero, lo hacen de forma más disimulada. En su tierra es lógico que arrasen con todo el turismo que se les presente, queriendo arrancarles hasta la última moneda. Es un poco la cultura de esa gente, y sé que muchos me llamarán racista, pero es lo que pienso. En el fondo, desprecian todo lo que no sea islámico o árabe. TANA
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